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Los Bailes

El baile y la danza • El baile social • Los bailes en Castilla y León

Los bailes en CyL


El baile y la danza

Desde hace siglos, tanto los estudiosos como cualquier profano en la materia, han estado lejos de ponerse de acuerdo a la hora de elegir el término –baile, danza– con el cual designar a aquellos movimientos corporales que, individual o colectivamente, se ejecutan secundados por el acompañamiento de algún instrumento musical. En realidad, lingüistas, musicólogos y coreógrafos raramente utilizan cualquiera de las dos palabras con un sentido unívoco; unos piensan que la danza tiene un carácter solemne y distinguido, haciendo derivar el vocablo del francés antiguo danzier; el término bailar (sinónimo de sotar) tendría, por el contrario, un carácter más popular. De esta primera idea provino tal vez la distinción que algunos tratadistas del Renacimiento ven entre ambas expresiones: danza sería la ejecutada por los señores y nobles, con movimientos elegantes y pasos lentos sin apenas utilizar las manos, en tanto que el baile tendría como distintivo especial el meneo de brazos y quiebros de cintura con que la gente villana demostraba su alegría o entretenía sus fiestas. Más adelante, y casi hasta el siglo XX, Pablo Minguet, don Preciso, Estébanez Calderón y Felipe Pedrell, entre otros, señalan como determinante para distinguir entre ambos estilos, el hecho de que exista o no una norma. La danza, por tanto, sería una acción realizada a compás de una melodía o ritmo y estaría sujeta a unas reglas fijas que el ejecutante habría de cumplir; en el baile cabría una forma de expresión más espontánea y menos comprimida por patrones. Esquivel llamaría al primer modelo Danza de cuenta (porque habría que ir contando los pasos para realizar las mudanzas correctamente y de forma acordada con los demás) y al segundo Danzas de cascabel (pues el bailarín solía, ante la escasez de instrumentos musicales acompañantes, ceñirse las piernas con sartales de cascabeles). Cobarruvias, por último, parece dar a su diferenciación un sentido casi moral, definiendo la danza como un acto sellado por la compostura en el que un guía va delante marcando los pasos, y teniendo el baile, por el contrario, un tinte casi pecaminoso; reprueba en especial los bailes descompuestos y lascivos, particularmente si son ejecutados en iglesias o cementerios. No nos extrañemos demasiado de esta advertencia pues hubo tiempos en que los cementerios eran el lugar preferido para entretenimientos tan diversos como los juegos de azar o las corridas de toros y las iglesias el enclave elegido para representaciones que estaban lejos del calificativo de religiosas.

El paso de la Edad Media al Renacimiento trajo como resultado el abandono de las danzas de grupo para adoptar las danzas de parejas sueltas. Con la evidencia de una división social en aumento entre clases “altas” y “bajas” van a crearse dos tipos de tradiciones que en muchas ocasiones, se influirán mutuamente. La primera tendrá como base de su repertorio el orden y la aceptación de unas normas para la ejecución del danzado, mientras en la segunda predominará una cierta libertad para improvisar. A través del Barroco estas diferencias se irán acentuando al fijarse en la Corte los moldes de cada baile de forma definitiva, aun con el inevitable influjo de la moda que aporta nuevas danzas y por tanto nuevas mudanzas. El Romanticismo dará una imagen casi invertida de la observada en los siglos precedentes: las danzas rurales han ido acuñando sus señas de identidad, mientras que las ciudadanas de salón no sólo permiten gran libertad de movimientos a través de espacios amplios, sino que aceptan cualquier novedad con delectación. Recorren de esta forma Europa danzas como la polca, la mazurca, el vals, los lanceros o el galop, géneros que, curiosamente, llegarán por fin al medio rural y pervivirán allí casi hasta nuestros días como un “resto arqueológico”.


En cualquier caso, ya hay elementos o circunstancias que se dan comúnmente en el danzado de ambos tipos de especialistas: la acotación de un lugar para bailar, tanto extrínseco a la danza (que correspondería al espacio fisico) como intrínseco al propio baile (y que sería el concepto mental de los límites impuestos a esa coreografia por ese espacio fisico). Al perfeccionamiento de esta idea contribuye un sentido constructivo exclusivo del ser humano que va teniendo su correlación en formas arquitectónicas y urbanísticas: la rueda en círculo, los avances de los danzantes de cuatro en fondo marcando con sus pasos el rectángulo en el que van a ejecutar el lazo, el despejo del birria o del director de la danza expulsando del campo de acción a los espectadores... Otro elemento común, y no menor, podría ser el placer experimentado al realizar los pasos correctamente; tanto los pasos, evoluciones y movimientos propios como aquellos en que conviene concertar la acción con otros danzantes.

Hay un hecho incontestable, pues, y ése es la evolución de la danza en paralelo a la evolución de la sociedad; en la medida que ésta vaya demandando una especialización en oficios, gremios o actividades, aquélla tendrá también un parecido desarrollo, derivando de esa especialización un contenido artístico que será juzgado ya por unos espectadores. Éstos pertenecerán a distintos niveles, estamentos o clases, siendo sus ámbitos más comunes y repetidos a lo largo de la historia en España, la Corte y la calle en ciudades y aldeas. Los especialistas cortesanos, pagados de sí mismos y del dinero de sus mecenas, hacen evolucionar la danza a través de sus escuelas, reflejo de las modas y de los caprichos de los tiempos y las personas. Esquivel, por ejemplo, en sus ya comentados Discursos sobre el arte del danzado, considera abominable cualquier baile que se salga de lo establecido en esas academias. Con su tratado, Esquivel ataca a los especialistas de plaza pública, pagados con el halago de los espectadores o con los escasos recursos de alguna cofradía, gremio o concejo y más preocupados por la condición fisica que por el arte.

En los pueblos, como podrá comprobarse a lo largo de las grabaciones de este CD, el baile y las relaciones iban prácticamente unidos, con lo que tenía mucha más importancia la función social que la estética. Casi todos los actos que tenían trascendencia durante los días de fiesta se cerraban o se abrían con un baile: la gente se reunía en la iglesia, en torno al Ayuntamiento o en campas o praderas adecuadas para ello y ejecutaba rituales antiquísimos de comunicación al tiempo que se divertía. Una vez tenido el baile en la era o en la Plaza Mayor –que, como se verá, iba sucesivamente incorporando o eliminando del repertorio formas diversas–, se cerraba el día con la “velada” o sesión de salón donde los dulzaineros atacaban piezas de moda con el pito de llaves acompañado de violín y guitarra. Se alternaban así la mazurca y el pericón con temas tradicionales, y el chotis o el tango bailados con más o menos garbo, servían de intermedio a las jotas del país. La polca y la mazurca, bailes del XIX, habían caido en desuso en los salones ciudadanos pero se mantenían –algunos se han tradicionalizado después– en el medio rural. Podían bailarse en pareja o en grupo y, en este caso, el tipo de pasos se dejaba al libre albedrío de los bailadores. Tal tipo de libertades hizo decaer el género de salón por la gran degeneración que fueron tomando las formas externas del baile. Las escuelas y academias no bastaban ya para contener el proceso de degradación seguido por el género, tan lejano ya a las precisas normas de Esquivel: “Los movimientos del danzado son cinco; los mesmos que los de las armas que son estos: Accidentales, extraños, transversales, violentos y naturales. Destos cinco movimientos nacen las cosas de que se componen las mudanzas que son: passos, floretas, salto de lado, saltos en vuelta, encajes, campanelas, de compás mayor, graves y breves, y por de dentro, medias cabriolas, cabriolas enteras, atravesadas, sacudidos, cuadropeados, vueltas de pechos, vueltas al descuido, vueltas de folías, giradas, sustenidas, cruzados, reverencias cortadas, floreos, carrerillas, retiradas, continencias, boleos, dobles, sencillos y rompidos”. Como para acordarse de todo...

Hacia la década de 1630 comienza, según Cotarelo y Mori, la costumbre de los entremesistas de crear nuevos bailes para sus obras en los que los danzantes figuraran, por medio de caprichos mímicos y paseos, el argumento. Esta creatividad se hacía extensiva a los cantables y también pasó, por medio de las loas, al medio rural; Noël Salomon en Lo villano en el teatro del siglo de oro ”descubre” la personalidad de un músico teatral del XVII, Juan BIas, que recrea una melodía popular de la época alcanzando con la reelaboración un producto más refinado y, a todas luces, mejor aceptado. No dejan sin embargo de representarse las viejas formas, Pinheiro, en la Fastiginia, habla de un “tabernáculo que estaba en medio de la plaza (de San Pablo) al cual subieron un mulato y una mulata portugueses con adufe y pandero y con ellos también un loco de la corte y todos tañían y bailaban con gran risa de los chiquillos”. Como se ve, se siguen ridiculizando u observando con curiosidad los personajes de fuera, aunque lo que realmente distrae más es su forma de bailar, al ser la danza un género universal poco necesitado de palabras: “Representose la comedia del Caballero de Illescas con tres entremeses que fueron muy celebrados de los ingleses, y mucho más los bailes, que entendían mejor que la lengua”. Un siglo más tarde y en plena efervescencia tonadillesca, el diarista pinciano describe una “cazuela” en ebullición con los “mosqueteros” pidiendo a gritos, unos Tirana, otros Fandango, otros todo y otros, por contradecir, nada”; rara vez un bailarín o un artista recibía el aplauso unánime de la concurrencia. En el mismo Diario Pinciano se habla de un tal “Sevillano”, famoso en toda España y aun en Francia, quien bailaba la “gaita gallega” con tal primor que los espectadores se deshacían en elogios; pese a ello, por lo que se intuye, todavía había algún descontento patriota que prefería la Tirana y lo hacía saber públicamente.

Concluyendo, se podría aventurar la tesis de que la danza y el baile constituyeron a lo largo de la historia una seña inequívoca para identificar o ser identificado. Las razones por las que esto fue así podrían ser abundantes pero vamos a quedarnos con las esenciales:

1. La danza es, desde su origen, un medio de expresión, luego, a través suyo, se puede decir, señalar o transmitir algo.

2. La danza y el baile, sobre todo a partir del último siglo de la Edad Media, son un arte ordenado y como tal sujeto a reglas y normas cuyos esquemas pueden repetirse, abundando o reiterando en distintas circunstancias el mensaje que se pretende comunicar.

3. Como medio de comunicación poseen un lenguaje propio que permite expresar con precisión los distintos elementos que componen su esencia y que serían: concepto ético o idea, concepto estético o plasticidad, concepto utilitario o función y concepto aparente u ornamento.

Por supuesto que, como podría suceder con cualquier otro medio eficaz de comunicación, la danza y el baile pudieron ser utilizados, manipulados o tergiversados según el interés de quien las practicaba o las encargaba practicar, que no necesariamente era artístico o religioso sino que tenía otras connotaciones, sociales o políticas, acerca de cuya oportunidad se podría hablar mucho pero que nos llevarían al terreno de la antropología y a un enfoque más amplio del pretendido en esta selección.

Joaquín Díaz



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